martes, 12 de mayo de 2009

El Vapor Deimos





El Vapor Deimos
Ramón Acuña González


Dedicatoría:


A mi hija Maria, luz de mis ojos y prolongación de mis sentimientos. Estoy seguro que cuando le llegue el momento, sabrá que hacer con todo esto.
Introducción

De todos los cabos del mundo por los que he tenido la suerte de pasar, ninguno ha tenido para mí, el impacto del cabo Villano, en la entrada de la Ría de Camariñas y punto central da Costa da Morte. Aún hoy cuando lo remonto, noto en mi interior la fuerza de aquel amanecer en que a finales del año 1964 lo descubrí por primera vez saliendo de entre la niebla de la mañana, sentado sobre los encerados de la bodega número 3 del vapor Deimos al abrigo de la habilitación del barco, aterido de frío y pelando un cubo de patatas que formarían parte del rancho de la tripulación.
La marina mercante española de aquellos años, en gran parte, estaba formada por viejos barcos de vapor, Alemanes e Ingleses la mayoría de ellos, muchos de los cuales ya habían hecho la primera guerra mundial y que al término de la guerra española se encontraban semihundidos a consecuencia de la misma, por muchos puertos españoles.

El Deimos fue uno de ellos, construido en Inglaterra en el año 1912 acabó en el puerto de Castellón semihundido por la aviación del ejército sublevado que más tarde lo recuperaría para superar las penurias que su propia acción le imponía, pero eso forma parte de otra historia que no viene al caso.
La imponente majestuosidad de la linterna sobre la piedra granítica, la niebla fantasmagórica del amanecer y los pocos años, hicieron que esa imagen perdure con fuerza en mi memoria.
Los tiempos no son los mismos, la necesidad de su paso no está motivada por la obligación, el trabajo y las necesidades de aquel tiempo y sí por el placer. El frío, la lluvia, el viento y el miedo, llegado el caso, pueden ser los mismos pero ahora forman parte de otro ritual.
Por todo aquello, aún hoy, cuando comienzo a divisarlo no dejo de notar el frío de aquel amanecer de finales de 1964.


Capítulo primero: El embarque

-Pero vosotros que pensáis, -exclamó el viejo capitán- ¿Creéis que se puede mandar un barco con la tripulación que me estáis enviando últimamente?
Don Ramón, el capitán del Deimos señalaba en dirección a una cosa menuda, sentada sobre su maleta de cartón, forrada de tela a cuadros, en la que llevaba todas sus pertenencias: un jersey de lana tejido por su madre, una camisa que no permitía un recosido más, unos calcetines de los que ya no se podría decir cual era el hilo inicial de su tejido y unos calzoncillos hechos a toda prisa la noche anterior y que habían formado parte de un retal del remiendo de una sábana. Tenia 15 años recién cumplidos, llevaba trabajando desde los 12 años. Como pinche en una carpintería en la que lo utilizaban de bestia de carga, en una carnicería en la que acabó enfermando de ver tanta sangre junta y tanta brutalidad y como peón en una fábrica de baldosas, en la que cada vez que tenía que descargar un camión de cemento en sacos de 50 kg. su cuerpo menudo quedaba dolorido hasta la próxima descarga. De modo que sus muchas fantasías y la necesidad de dejar atrás una vida en la que no esperaba futuro, le hacían ver la plaza de marmitón en un barco, por la que tanto había esperado, preguntando una y otra vez, como una verdadera liberación.
-Hay que joderse- gritó mirando al cielo-¿Ahora voy a tener que hacer de niñera también? -
Os aviso, si el cocinero no se hace cargo lo vais a tener que traer vosotros de San Esteban.
-Mañana de madrugada salimos y no tengo ganas de hacer de repartidor de vuestros paquetes.

-Y recordar que estamos sin mayordomo, así que en Sevilla sin falta quiero ver como sube por la escalerilla ese tripulante.
Las palabras del capitán en los oídos del muchacho, sonaban como una bomba y no quería pensar ni por un momento que el citado cocinero no quisiera hacerse cargo de él y tener que volver de nuevo a lo ya conocido.
Después de toda una vida como capitán en barcos de mayor porte, en la ruta de la península a la isla de Cuba en los años dorados de la emigración a la colonia, ahora se encontraba que le habían dado el mando de un pequeño carbonero, un candray en la jerga, como colofón a toda una vida de trabajo para la compañía. Los años no perdonan y la juventud viene empujando con gran fuerza, arrinconando al viejo capitán vasco a un lugar en el que no se sentía nada cómodo y acababa pagando con su tripulación las amarguras de su vida.
-¡Venga chaval!, -dijo don Ramón al nuevo marmitón de su barco- Coge tú maleta y tira, vamos a ver que se puede hacer contigo. ¿Sabes si te mareas? que también jodería que te me mareases ya en el viaje hasta San Esteban.
-No señor –le contestó en un hilo de voz el muchacho-, y emprendieron la marcha escaleras abajo.
Don Ramón, delgado, fibroso, con su gabardina blanca anudada a la cintura, sus zapatos recién lustrados, su traje azul y su chapela vasca, daba el aspecto del clásico lobo de mar, la autoridad máxima sobre el barco y proyectaba esa imagen a sabiendas de su autoridad.
A la puerta de la vieja casona en donde tenía su sede las oficinas de la naviera Asón, esperaba un coche. Le pareció al muchacho el coche más bonito que había visto en su vida. Él que el viaje más largo que había hecho en su vida había sido desde Ribadeo a Avilés, Avilés a Ribadeo con un billete de tercera, ahora iba a viajar en un coche, un Citroen 11 ligero, un taxis de la localidad, pero eso no importaba, era un coche particular y él estaba a punto de subirse a para comenzar el viaje de su vida.
Don Ramón se acomodo en la parte trasera, delante, al lado del conductor sentaron al muchacho, él cual puso sobre sus rodillas su maleta de cartón y el coche inició la marcha pendiente abajo.
La salida de Avilés le agradaba doblemente, ahora encaminaban la avenida de galicia, la misma que le conducía a Ribadeo y por unos momentos podía pensar que lo que estaba haciendo era regresar y lo estaba haciendo en un coche particular, nada que ver con un coche de línea y con un billete de tercera.
La carretera sinuosa, cuajada de carros tirados por animales. Los campos verdes, sembrados, coloridos. Los castaños y pinos del borde de la carretera ponían límite por momentos a sus ansias de ver. Largo, muy largo se hacía el camino, tenia ganas de llegar, de ver su barco, su nuevo hogar.
Iba a ganar mucho dinero, podría comprarse ropa, permitirse algún capricho, comprarse libros y estudiar, de modo que el viaje se estaba haciendo eterno y le consumían las ansias de comenzar su nuevo trabajo.
Sabía que no lo tenía nada fácil, la vida en los barcos era difícil, los hombres rudos, el mar no era una cosa para tomárselo a broma y las jornadas las presumía agotadoras y además había mentido, se mareaba. Lo sabía de sus viajes a Ribadeo en los cuales el estómago amenazaba con salírsele por la boca a cada curva. Ahora confiaba en que el viaje sería más corto, iba con otra ilusión y además el coche era un coche precioso, negro, brillante, señorial, un coche como solo se podría fabricar en aquellos años así que por tanto, con un poco de suerte y con la ilusión mantendría alejado el mareo y Don Ramón podría continuar sentado como un señor en la parte de atrás, sin ningún contratiempo.
San Esteban de Pravia era el puerto de salida natural del carbón de las cuencas mineras asturianas. Hasta allí llegaban los vagones repletos de carbón tirados por locomotoras de vapor que a su llegada cubrían todo el puerto de un humo espeso que hacía picar los ojos. Allí, en el puerto, los vagones se alineaban en varias vías paralelas, desde donde una gran grúa, los recogía y mediante un dispositivo de volcado vaciaba su contenido sobre las bodegas de los barcos que cargaban en ese puerto.
En aquellos años San Esteban era un pueblo de continuo movimiento, los barcos se acoderaban en sus muelles a la espera de ser cargados con el preciado carbón de piedras grandes, muy distinto al que se suministraba a los hogares para su consumo de, trozos pequeños, demasiada morralla y alguna que otra piedra por el medio para hacer que el producto pesase y engordar los bolsillos de los carboneros. Aquel carbón negro y reluciente como el azabache, se cargaba principalmente con destino al sur de España, en barcos de mediano porte desde donde regresaban cargados de trigo, sal o piritas de Huelva, para los puertos del norte.
El coche enfiló la cuesta del fielato y se detuvo frente a la verja que delimitaba las instalaciones portuarias. El conductor se apeó del vehículo abrió con delicadeza la puerta de atrás, para que se bajase el capitán, el cual dirigiéndose al muchacho le conminó a que cargase los bultos que él traía, así que cargando su maleta en una mano y en la otra los bultos de los encargos del capitán emprendió la marcha tras el paso rápido y seguro de este.
-Suerte chaval, -dijo el taxista como despedida- Pero recuerda que es más seguro pisar siempre donde pisa la vaca.
-Gracias señor, -le respondió el chico- lo tendré presente.
-Ten cuidado y mira donde pones los pies, -le advirtió el capitán- pisa en las traviesas de los raíles y no tropieces. Cruza cuando estés seguro de que te dará tiempo a cruzar antes de la llegada de un nuevo tren.
El capitán, con las manos en los bolsillos saltaba de una vía a otra con la agilidad de quien se ha pasado toda la vida entre las dificultades de los puertos. Detrás con paso vacilante corría el chico.
Pasadas las vías y llegado a la línea de los bolardos, desde donde los barcos afianzaban las amarras, el chico dirigió la mirada a la gran grúa, que en ese momento levantaba un vagón del ferrocarril cargado hasta los topes de carbón. La imagen le pareció colosal. Un vagón del tren, con su carga, suspendido por una grúa y volando sobre su cabeza. ¡Nunca había visto nada igual en su vida!.
Al bajar la vista al barco sobre el cual volcaban los vagones, su corazón dio un vuelco. En la popa, pintado en letras blancas sobre el negro de su casco se podía leer el nombre, Deimos y un poco más abajo el puerto de su matrícula, Bilbao. Era un barco precioso, enorme, escorado a la banda de babor por el peso del carbón sin estibar y echando el humo de la combustión de sus calderas, por su enorme chimenea también negra.
-¡Venga chico, -gritó de nuevo Don Ramón- no te duermas que es para hoy, y no tenemos todo el día!.
Las palabras de D. Ramón le sacaron de su ensoñación, mientras este subía ya por la pasarela del barco, de modo que no le quedó más remedio que apurar el paso para seguirle.
La tripulación del Deimos estaba formada además de por su capitan D. Ramón, por una abultada dotación, muy común en aquellos tiempos en los que la fuerza bruta predominaba sobre todas las cosas, la técnica era la gran desconocida, los medios materiales, escasos, y por otro lado sobraban hombres:
· Tres oficiales de puente.
· Un jefe de Máquinas
· Tres oficiales de Máquinas
· Un contramaestre
· Un calderetero
· Un mayordomo
· Un cocinero
· Dos camareros
· Tres engrasadores
· Tres fogoneros
· Tres marineros
· Dos mozos (ayudantes de marineros)
· Dos marmitones (ayudantes del cocinero)
· Y León, un perro (se había colado un día de polizón abordo y ahora se paseaba por el barco como si fuese su propietario, sin que el subir y bajar por la pasarela eximiese a quien lo hiciera de los consabidos ladridos. No tenía raza determinada, era tan negro como el carbón que se cargaba y lucia sobre su pelo toda la mugre y grasa de la que fué capaz de acumular desde su subida al barco).
Veintisiete almas y un perro, metidos en un amasijo de chapas de acero roblonado en la Inglaterra Victoriana, movidos por una máquina alternativa de vapor que a 85 rpm. era capaz de hacer avanzar el barco a una velocidad de 8 nudos, considerada bastante normal para la época y que a su lento caminar iba dejando tupida estela de espeso humo negro.
La disposición del mismo era también la clásica del momento, a proa un rancho, un lugar húmedo y frío. Un mamparo de acero longitudinal dividía la zona en dos, separando el personal de cubierta y el de máquinas. La pintura sobre el acero desnudo tenía el color confuso del paso del tiempo. Cuatro hileras de literas con acomodación para dieciseis personas con sus correspondientes taquillas. Más a proa y con acceso desde estos dos compartimentos unos lavabos. Por el centro y para dar sinfonía con su constante golpear en las noches de tormenta, bajaban los escobenes de las cadenas. Este era el lugar en donde dormía marineros, mozos, fogoneros y engrasadores.
Separando la habilitación principal de la oficialidad y maestranza, las bodegas uno y dos. De banda a banda de las bodegas fuertes vigas de acero laminado roblonado soportaba los cuarteles, eran estos pesadas piezas de madera de dos metros por uno que precisaban de la fuerza de dos hombres para colocarlos, y que cubiertos por cuatro encerados, uno sobre el otro, intentaban hacer estancas las bodegas a los golpes de mar, los aguaceros y a las mas de las veces en las que la bodega número uno iba bajo el agua.
Los oficiales y la maestranza compartían la parte central del barco, la más cómoda. Bajo el puente, el capitán disponía de un camarote independiente compuesto por un salón despacho con entrada desde cada banda del barco y a resguardo de los pasillos del puente. Ya en el despacho dos puertas daban acceso, una a un pequeño baño con ducha independiente, y la otra a su lugar de descanso. La decoración estaba compuesta de cuadros de cartas marinas, las paredes forradas de caoba, los sofás de cuero inglés sobre un mullido de crin de caballo, lámparas de bronce atornilladas a los mamparos y una gran cama en un rincón con balanceras para no caerse en la parte expuesta, sobre una cajonada labrada de caoba.
Bajo el camarote del capitán dos pasillos recorrían la habilitación central del barco de proa a popa. A las bandas, los camarotes, la banda de babor para los de máquinas y gambuza, como se denominaba al personal de cocina, la de estribor para los de puente y maestranza. A proa y entre los pasillos, la sala y comedor de oficiales con acceso desde los pasillos y con portillos a la zona de proa. La decoración similar a la utilizada en el camarote del capitán, una mesa en una banda que siempre presidía el viejo, nombre cariñoso utilizado para el capitán, un sofá de cuero negro en esquina para el descanso de los oficiales. A continuación un espacio, el guardacalor, por donde salia el asfixiante calor de la sala de máquinas hasta la cubierta superior. Siguiendo esta línea estaba la cocina, era un habitáculo de unos 15 metros cuadrados y con acceso desde ambos pasillos, la luz cenital pasaba a través de una claraboya en el techodel centro de la estancia. Una cocina de carbón, unas alacenas para guardar los peroles, un fregadero de acero y un banco corrido pegado al mamparo de popa y en el que a horcajadas se sentaban contramaestre y calderetero a las horas de las comidas y les hacia la función de mesa.
A popa, después de las bodegas tres y cuatro, se encontraba la gambuza. Era este el lugar en donde se estibaban las provisiones. Tenia acceso directo desde las bandas y en su interior además de la cámara frigorífica se ubicaban también los guardines del timón. Con lo cual, un lugar peligroso en el que había que andarse con cuidado de no quedar atrapado en uno de los golpes del timón.
La vida en los barcos tiene sus propios horarios, antes de las 8 de la mañana el desayuno, a las 12 la comida principal, a las seis de la tarde la cena y así un día tras otro, una semana tras otra, un mes tras otro.
El capitán bajaba por la escalerilla desde la cubierta superior y se introducía por el pasillo de estribor seguido a duras penas por el chico, que no era capaz de asimilar todos los lugares por los que pasaba. Pensaba en sus adentros que si ahora lo dejasen solo sería incapaz de encontrar la salida.
El cocinero, con mandil blanco y chaqueta del mismo color sobre un pantalón de cuadros azules y blancos se afanaba sobre los peroles de la cocina, cuando el capitán entró en ella.
-Buenas tardes –le dijo sonriente- te traigo el nuevo ayudante, tú verás lo que puedes hacer con él.
El cocinero dirigió su mirada al chico que se encontraba en el quicio de la puerta sin atreverse a entrar.
-No se preocupe D. Ramón, mejor si es la primera vez, de este modo pondrá más interés y además no vendrá maleado. Ya veremos como resulta, si no es de nuestro agrado con tirarlo al agua lo tenemos todo resuelto – respondió el cocinero a la vez que sonreía al capitán.
-Qué tenemos para cenar – preguntó el capitán- a la vez que levantaba una de las tapas de la tartera, para mirar lo que se cocinaba en ella.
-Marmitako de primero y filete de patatas de segundo, mi capitán –respondió el cocinero
-Pues venga, que van a ser las seis y tengo hambre- respondió.
Salió por la puerta contraria a la que había entrado y se perdió caminando por el pasillo en dirección a la cámara de oficiales. El cocinero en ese momento miró al chico y se quedó pensativo durante unos instantes.
-Vamos chico, ven que te indicaré cual es tu camarote. Coloca allí tus cosas y cuando termines ven a ayudarnos, que tenemos que empezar a repartir la cena y el capitán tiene hambre, ya lo has oído- ordenó.
Atravesaron la cocina y al otro lado del pasillo el cocinero abrió la puerta de un camarote. Al abrirla y mirar su interior: dos literas cubiertas de ropa sucia, y un armario, a la banda de babor frente a la puerta, una mesa de escritorio revuelta, con restos de comida, en el mamparo de proa.

A la izquierda pegado al mamparo de popa, un lavamanos de loza que de tanta mugre que tenía era imposible conocer su color. Sobre el lavamanos un espejo y al lado de este un quinqué de bronce montado sobre un cardan, que sobresalía sobre todas las cosas, era lo único que brillaba con luz propia en todo el camarote. La luz entraba por un portillo de bronce sobre la segunda litera, en lucha por abrirse paso con los amasijos de ropa.
Pese a todo, el camarote le pareció al muchacho un lugar cómo y agradable, era mucho más de lo que esperaba, sin duda las cosas iban a ir bien.
-Tu compañero de camarote, no sé que cojones está haciendo en la gambuza, -dijo el cocinero- cuando regrese ya te indicará cual es tu litera y tu armario. Entre los dos os ponéis de acuerdo, ¿vale?.
Tras decir esto, salió del camarote cerrando la puerta y dejando al chico en medio con su maleta de cuadros en la mano. De modo que puso su maleta sobre una de las literas, se quitó la chaqueta que llevaba puesta y tras doblarla la guardó en la maleta. Tomó aire y salió al pasillo para incorporarse a su nuevo trabajo.
El cocinero apoyado sobre la puerta de estribor de la cocina repartía directamente desde la marmita a los platos de aluminio que le iban pasando los marineros, y que en fila aguardaban su turno alineados en el pasillo de estribor.
Sentados a horcajadas sobre el banco de la cocina estaba dos hombres mayores. El más joven no bajaba de los 65 años, o al menos eso fue lo que pensó el muchacho, estaban comiendo con sus platos de aluminio sobre el banco. Estaban sucios del carbón que se cargaba y más que marineros parecían hombres salidos de una mina y hambrientos, por la forma de comer. Se trataba del contramaestre, el mayor, y del calderetero y que al ser considerados personal de maestranza tenían el privilegio de comer en la cocina. Los otros, cada uno se las apañaba como podía una vez cogido el plato con su ración de comida, unos sobre las bodegas, al resguardo del guarda calor a la salida del pasillo, otros en el mismo pasillo, de pie, apoyados al mamparo y a cubierto del polvo del carbón que se cargaba y que pese a cerrar las puertas estancas se filtraba por los ventiladores y portillos mal cerrados.
-Buen provecho –dijo un poco apocado- ¿Qué tengo que hacer?
-Abre uno de esos cajones, ponte uno de esos mandiles y lava lo que hay amontonado en el fregadero- le respondió el cocinero, sin levantar la mirada de lo que estaba haciendo.
Los viejos marineros continuaron con su comida sin prestar la mas mínima atención a quien había entrado, absortos como estaban en dar cuenta a su plato de marmitako, que así a primera vista y por el olor que desprendía la cocina, tenía pintas de estar muy bueno. La vista de la comida en los platos le hizo recordar que solo había tomado un poco de café negro antes de salir de su casa y que llevaba todo el día sin comer, pero eso no era ningún problema, tampoco sería la primera vez que se acostase sin nada que llevarse a la boca y hoy presumía que no iba a ser el caso.
Se apresuró a colocarse el mandil y comenzó a fregar una pirámide de tarteras, espumaderas, cazos y toda suerte de utensilios de cocina que se habían utilizado para hacer el rancho de la cena. Los comensales de la izquierda también dieron buena cuenta del segundo plato y al terminar tiraron sobre el fregadero los platos de aluminio que habían utilizado para que los fregase. Movieron el banco y se sentaron uno al lado del otro con la espalda pegada al mamparo.
-¿De donde eres chaval?- preguntó el mayor de los dos
-De Ribadeo, señor.
-¡Hombre, la pequeña república! Tranquilo chaval, te gustará esto ya verás, -le respondió
El hombre tenía la cara tiznada de carbón, una boina raída que no se había quitado ni para comer, sobre la camisa también sucia una chaqueta de indescifrable color, pantalones con algún que otro remiendo y calzaba unos zuecos de madera a las que un buen zapatero había cosido alrededor de su empeine un trozo de la cámara de las ruedas de un coche, con lo que el hombre se había fabricado unas botas de agua. Aparentaba más de 80 años, pero solo pasaba un poco de los 70. Había navegado, como el viejo capitán en los vapores de la ruta de cuba, pero la tacañería de la compañía que no había pagado unos años del montepío, le obligaba a continuar en aquel barco a la espera de completar los años precisos para poder jubilarse. El viejo contramaestre soñaba constantemente con su familia y su tierra de la Palmeira en la ría de Arosa a la cual esperaba poder regresar al finalizar su embarque. Miró al techo y se quedó un rato en silencio al cabo del cual se incorporó y mirando a su silencioso compañero hizo ademán de iniciar la salida.
-¡Vamos, caldereta! Baja a la máquina y pica el caballo que tenemos que empezar a arranchar y necesitamos baldear la cubierta- exclamó en su salida.
El calderetero continuaba sentado con la espalda apoyada al mamparo, era un hombre delgado, vestía una camisa de cuadros y un pantalón con manchas de grasa. De uno de sus bolsillos sobresalía un mazo de cotón al que con frecuencia recurría para limpiarse manos y cara. Calzaba zapatillas de esparto que en algún tiempo debieron de ser azules. Sin decir media palabra se incorporó y salió de la cocina por la misma puerta por la que había salido el contramaestre.
La pirámide de cacharros parecía no tener fin. Agua, jabón esparto y arena eran incapaces de quitar tanta grasa. El ruido de las máquinas, el carbón al caer desde el vagón a la bodega del barco, los marineros por el pasillo dando cuenta de su rancho, ensordecía el ambiente.

Enfrascado como estaba no prestó atención a la entrada de una nueva persona a la cocina.
-Menos mal, ¿Qué carajo has estado haciendo tanto tiempo?- gritó el cocinero.
-Arranchando las cosas en la gambuza. ¿Y éste quien es?- preguntó el recién llegado.
-El nuevo marmitón, así que ponlo al día y poneos de acuerdo entre los dos para repartir el trabajo.
El reparto del trabajo es un eufemismo utilizado por quien ya está y conocido por quien llega, que quiere decir más o menos que el que está tiene patente de corso para delegar las tareas más pesadas en el que llega y este las ha de asumir sin poner mala cara, de modo que dicho todo, esto el reparto fue de lo más sencillo. El recién llegado asumiría las tareas de fregar, limpiar, pelar las patatas, limpiar el pescado, cargar la gambuza, etc… ah!... y lo más importante, a la hora de reponer el carbón para la cocina, el que tenía que meterse en la carbonera era el recién llegado.
Terminado el reparto de la cena y una vez acabada la limpieza llegó la hora de reponer fuerzas.


El rancho le pareció una comida extraordinaria a la que no estaba acostumbrado y se preguntó si todos los días seria así.

Capítulo segundo: La Navegación
Tumbado en mi litera noto como el barco se balancea lentamente, pausada y rítmicamente. El portillo del camarote se introduce bajo el agua cada vez que el barco cae sobre esa banda, dejando ver la oscuridad y la profundidad del mar. El miedo me atenaza el estómago y la cena del día anterior puja por salir por el mismo lugar por el que había entrado.
Habíamos salido de San Esteban de madrugada y ahora nos encontrábamos navegando por el cantábrico con un rumbo que nos llevaría a pasar cerca del cabo Estaca de Vares, punto de referencia desde el que se tomaría rumbo a las Islas Sisargas, preludio de un nuevo punto de referencia, soñado por los navegantes, el faro Finisterre. Desde allí, la próxima vez que se vería tierra sería al paso por las Islas Berlingas, ya en la costa portuguesa y el siguiente punto sería San Vicente para enfilar desde allí a San Lucas de Barrameda, desembocadura del Guadalquivir y puerta de entrada al puerto de Sevilla, en cuyo muelle de la paja se descargarían las 2000 tm de buen carbón de las minas asturianas para el suministro de las cocinas andaluzas.
Atino a ponerme de pie de un salto y salgo corriendo al pasillo en demanda de un retrete en el que poder dar salida a las nauseas que se agolpan en la garganta.
-¿Qué pasa chaval, te mareas?- preguntó con cierta socarronería un marinero con el que se cruzó en el camino, a lo que como respuesta se escuchó un murmullo de risas de los que andaban cerca.
La primera navegación es siempre la mas recordada, y el paso por las islas Berlingas en un amanecer brumoso, con la costa de Peniche a babor y la luz del faro de de la isla prisión por estribor es algo que permanece imborrable en la memoria y motivo de añoranza cada vez que me encuentro en las proximidades de sus aguas.
Sevilla a finales del mes de Mayo luce alegria de unas cercanas fiestas de abril y resplandece en sus jardines de Maria Luisa, su plaza de España y su famosa calle de Sierpes, centro neuralgico de la vida Sevillana en los los sesenta.

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